29 de octubre de 2014


La soberanía incompleta

La bandera de la soberanía es de antigua data, levantada en cuanto la Nación argentina se vio amenazada por algún imperio. Pasó de la dimensión nacional a ser nacional y popular, durante el gobierno peronista de la posguerra, como idea fuerte que el poder del pueblo, al interior de una Nación independiente, era la meta a defender.

La soberanía incompleta
La bandera de la soberanía es de antigua data, levantada en cuanto la Nación argentina se vio amenazada por algún imperio. Pasó de la dimensión nacional a ser nacional y popular, durante el gobierno peronista de la posguerra, como idea fuerte que el poder del pueblo, al interior de una Nación independiente, era la meta a defender.
Poco ha estado la soberanía en el centro de la escena social desde entonces, en un país que ha debido sobrellevar crisis institucionales de variada y dura dimensión, acompañadas por enormes cimbronazos en la calidad de vida general. El concepto reapareció con fuerza en 2005, cuando la cancelación de la deuda con el FMI y el desendeudamiento como objetivo superior, fueron asociados –con total razón– con la recuperación de la soberanía nacional. Esta por entonces estaba condicionada al extremo por irresponsables y mafiosas conductas de funcionarios vinculados a las peores prácticas de especulación financiera, en un mundo donde hacer dinero con dinero se convirtió en la actividad dominante.
El conflicto con los fondos buitre es, si se quiere, el eslabón final de una cadena que se rompió y que deberíamos ser conscientes de la necesidad de nunca reconstruir.
Este éxito estratégico, sin embargo, abre un escenario de debate muy grande –que en buena medida está pendiente– acerca de la aplicación del sentido amplio del concepto de soberanía nacional y popular, extendido a todos los espacios de actividad e interés de una comunidad. Al presente, las exportaciones de granos y aceites las deciden compañías multinacionales. Las semillas que compran nuestros productores también son definidas del mismo modo. El modo de producción minero, gran parte de la producción petrolera, los autos o los televisores que compramos, hasta lo que encontramos en las góndolas de los supermercados, depende de decisiones que toman compañías cuya sede e interés central no está en el país.
Si la soberanía es ejercer de manera independiente el poder de decisión sobre el presente y el futuro, no tenemos soberanía productiva o energética o comercial plenas.
Podríamos discutir si la meta original se desgastó y es pertinente cambiarla. Es conveniente analizarlo. Sin embargo, la conclusión es inmediata. Si no hay soberanía productiva o energética o comercial, a la extranjerización se le adiciona la concentración, que permite que pequeños grupos se apropien de los intentos de aumentar los salarios reales a través de aumentos nominales, por el simple expediente de generar inflación y adelantarse a ella. Del mismo modo, los giros de utilidades no sólo tienen peso en nuestra balanza de pagos y restringen nuestras inversiones, sino que además las cadenas de valor controladas por multinacionales tienen los segmentos más valiosos en el exterior, empezando por la I&D, con lo cual la productividad media se resiente y aparece un techo concreto a los salarios reales, que se pueden aceptar sin llevar la economía al desorden. Además de eso, finalmente, las importaciones de insumos y partes son mayores que las que podrían ser si se tomaran decisiones con autonomía para producir aquí todo lo que eficientemente se pueda hacer.
La restricción externa, la inflación y el bloqueo a la mayor equidad, en suma, que son los problemas centrales actuales de la economía argentina, son fruto directo o indirecto de esta soberanía incompleta en la que vivimos. Veamos con mayor detalle el plano energético.
En términos absolutos, la soberanía energética se perdió en la Argentina en 1959. Durante el período anterior, el país –a través de YPF– controlaba los recursos del subsuelo y su explotación. La insuficiencia de su inversión, cuyo análisis excede esta nota, no garantiza la demanda nacional y había que importar parte de nuestro consumo. Pero es necesario no confundir abastecimiento con soberanía.
Los contratos petroleros firmados por Arturo Frondizi aseguraron abastecimiento a cambio de la soberanía. ¿Era necesario ese canje? Lo analizaremos en tiempo presente, más que retrocediendo más de medio siglo. Lo concreto es que desde entonces hasta ahora, con diversos gobiernos y algunos cambios legislativos, el sistema se afianzó: se concesiona territorio para explorar y explotar; se otorgan beneficios especiales a las empresas y se abastece la demanda interna y/o de exportación en función de la ecuación de negocios que hace cada concesionario.
Con esa política, el país pasó de importador a exportador de hidrocarburos y hace pocos años volvió a ser importador neto. Otra vez aparece el dilema: ¿dejamos la soberanía de lado y aplicamos instrumentos para recuperar el abastecimiento? Por las dudas, ¿jugamos con las palabras y cuando buscamos recuperar el abastecimiento local decimos que eso será alcanzar la soberanía energética? ¿Tenemos opciones?
El Estado nacional ha recuperado la mayoría del capital de YPF, lo cual le permite condicionar desde dentro del mercado la política futura en el área. ¿Tiene opciones YPF para mejorar nuestra soberanía energética, sin caer en ser un vehículo promotor de nuevas concesiones a multinacionales? Las tiene. Tiene tecnología propia importante y la que le falte la puede contratar. Tiene capacidad propia de inversión y la que le falte –podría ser mucha– la puede ante todo buscar entre los centenares de miles de argentinos a los que las crisis de décadas los han acostumbrado a ahorrar en dólares, la mayoría sin renta alguna. Este camino es de franca recuperación de soberanía, a la vez que conduce a recuperar el autoabastecimiento y a eliminar la restricción externa, por incorporar a las reservas miles de millones de dólares que podrían salir de las cajas de seguridad y los colchones.
Es una alternativa válida y necesaria, cuya factibilidad –en todo caso– debe ser comprobada en el terreno, antes de seguir el curso indicado por la reforma a la Ley de hidrocarburos, que refuerza el camino de canjear soberanía con petróleo, con una fuerza inusitada para los tiempos del mundo en que vivimos. La reforma de la ley, permite reducir las regalías a valores impensados del 5%, cuando la tendencia mundial es la inversa, permite disponer de volúmenes importantes de producto para la exportación directa y hasta impide que el Estado en cualquiera de sus formas de participación –incluye a YPF– se reserve futuras zonas sin intervenir en licitaciones con el capital privado. No es el camino. Al menos no lo es sin probar antes con fuerza mejores opciones.
Tiempo argentino

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