Con el calor que venía haciendo desde hacía tantos días, con el dolor que se viene sintiendo desde hace tantos meses, con lo atragantados que estamos con nuestras propias palabras, que no logran nunca en esta Argentina dislocada ni ser dichas ni ser escuchadas en la dimensión que se corresponde con la realidad. Así se asombraron y se indignaron millones de argentinos ante discurso del presidente Macri el miércoles. Fue agotador, por momentos insoportable. Lo insoportable, lo vengo sosteniendo aquí de distintas maneras, es la incomunicación. Y no hay comunicación porque ahora, y durante los doce años anteriores no, y antes tampoco de forma tan taxativa, el poder fáctico –los que siempre tuvieron la sartén por el mango– no sólo decide quién habla y quién calla, sino que también opta por un lenguaje texturado a modo de maquillaje.
Un lenguaje botox que provoca en Macri y en sus adláteres y  espadachines televisivos una permanente apariencia que vela lo que hay atrás. Un lenguaje colagenado con falsa sinceridad y falsos valores que en el día a día de millones de argentinos viven como si fuera  una pared de hormigón contra la que chocan y se lastiman. Eso es lo que hizo Macri y el modo PRO en el que habló en una Asamblea Legislativa a la que en la práctica respeta sólo cuando votan lo que él quiere. Fue un discurso escrito por otro. Lo único verdadero fue el exabrupto contra Roberto Baradel. Ahí habló Macri, se rasgó el velo, se le vio el rictus de desprecio delirante por todos los que no lo aplauden.  
El PRO no sólo lleva adelante un modelo raro por lo vertiginosamente extractivo y por la presión social que ejerce de forma aplastante, sino también un modelo de incomunicación enloquecedora, en el que se proclama diálogo mientras se persigue, mientras se encarcela, mientras de demoniza, mientras se huele hasta la jactancia el poder de provocar sufrimiento. Ninguna política directriz del gobierno de Macri es explicable a través de la verdad. No puede hacer, como hacía Cristina, largas explicaciones sobre las ventajas micro y macroeconómicas de darle presupuesto a la ciencia para proyectarnos como un país no sólo exportador de materias primas sino también de valor agregado. El conocimiento es el que produce valor agregado, y la producción del valor agregado es la que produce empleo. Se podía estar a favor o en contra de ese modelo, pero era un modelo explicable, con sustento teórico, con bases históricas, y con resultados inmediatos, que es lo fundamentalmente peronista: ese modelo no señalaba la luz al final del túnel, sino que mientras se iba consolidando llenaba las parrillitas de barrio de familias, los lugares de veraneo en los feriados, las aulas y las universidades de chicos y jóvenes que tenían un abanico posible de vocaciones que ahora parecen una utopía. Ahora hay que preocuparse por comer. 
El gobierno del PRO está estructuralmente condicionado por la mentira, porque está compuesto, en la figura de Orwell, por piezas prefabricadas de un gallinero. Todos juntos somos más y en equipo somos mejor, y defendemos a los maestros de las agresiones de los padres… cuando en ese mismo momento las fuerzas de seguridad apaleaban a maestros en la puerta del Congreso y ningún medio lo mostraba. No es posible ningún debate con el PRO, porque el PRO no habla ni dice lo que piensa. No tiene sentido debatir nada porque un debate supone dos posiciones enfrentadas que se sostienen con diversos argumentos y contraargumentos, y el PRO no puede más que camuflarse en pavadas y cinismo. El saqueo no se explica, se ejecuta.    
Hay que prestarle atención a ese video de archivo en el que, hace un par de semanas, el ministro Esteban Bullrich explicaba la estrategia PRO para debilitar a los gremios. Por un lado conceptualiza una percepción colectiva de impotencia, de estar todo el tiempo queriendo sacar la cabeza de un pozo lleno de agua pesada, y porque por el otro no se refiere solamente a los gremios docentes, ni a la organización sindical en general, sino que va mucho más allá. Esos conceptos de Bullrich describen la manera PRO de hacer política, y que no consiste ni en el diálogo ni en el consenso, sino en el mareo, la confusión y la humillación. Es de ahí, del aturdimiento, el abatimiento y la desazón, de donde millones de personas beben diariamente su actual dosis de tristeza, de ira y de enfermedad.    
Hablaba el ministro de “iniciativas” múltiples –se refería en rigor al recorte de derechos y recursos– que obliguen a los afectados a focalizarse cada uno en la que más lo perjudica. Hablaba de la inercia que hace que las organizaciones sindicales se inclinen a demandar por la “iniciativa” que perjudica a más afiliados, y que le permite de ese modo al PRO ir avanzando en otras “iniciativas” sobre las que no recaen las cámaras ni los involucrados tienen tiempo de reacción. Las provocaciones, los ninguneos, las acciones de afrenta del PRO hacia los ciudadanos argentinos parecen no tener techo ni freno, y el modo que ha encontrado este partido que nació en un pelotero para aplicar sus políticas extraordinariamente antipopulares, es ése de modo general: también lo dijo a su modo entrecortado el presidente Macri a alguno de esos periodistas que empezaron en la izquierda pero hace rato viven de la derecha: cuando Macri dice “hemos trabajado mucho”, o “hemos hecho miles de cosas, y bueno, nos equivocamos en cuatro “, también en la escucha popular se produce un desconcierto que da para la broma fácil. Pero Macri se refiere a lo mismo que Bullrich: desde el día uno todas sus “iniciativas” han sido en contra del pueblo, y han sido miles. 
No sólo un gremio ni todos los gremios son objeto de baterías de medidas que los descalifican, los desjerarquizan y los humillan diariamente y a un ritmo que les quita capacidad de reflejos y de organización. Un mismo ciudadano o ciudadana, quizá afiliado a alguno de esos gremios, es a su vez objeto de otras “iniciativas” que, en diversos frentes de su vida, debe atender y enfrentar. El sofisma que indica que hay que aceptar que los salarios bajen porque es preferible un salario bajo que ninguno, se aplica en un país en el que cada afiliado a cualquier gremio tiene a su alrededor a muchos de sus familiares y amigos ya sin trabajo. Las calles de noche han vuelto a ser lo que eran hace trece años, una exposición al aire libre de la indigencia, que es necesaria, en este modelo, para recordarle a quien va a su trabajo, donde gana la mitad que antes, que no conviene quejarse tanto porque está claro dónde se puede terminar. 
Ese mismo ciudadano o ciudadana, además de estar perdiendo sus derechos laborales, pierde su rol de hijo de un padre anciano con cobertura universal. Pierde también su calidad de padre a quien el Estado le garantiza la escolarización, la vacunación y, en términos culturales, una base de herramientas masivas para nutrir a los hijos. Los padres o madres que llevaban a sus hijos gratuitamente a Tecnópolis y celebraban los avances científicos, hoy viven en un país en el que por todo se cobra y casi todo se vende. Ya hoy está creciendo en la Argentina una generación de niños cuyas expectativas vitales son muchísimo menores que las de sus hermanos mayores. Este es el modelo opuesto al de la movilidad social ascendente. Es su reverso. Y ahí, para algunos que salen en las fotos, mueren definitivamente las palabras.
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