1 de agosto de 2017

La política en espejo
Por Horacio González

Un buen ejemplo de cómo en un determinado período histórico los argumentos de grupos contrincantes actúan en espejo, se hace evidente en uno de los párrafos de Elisa Carrió, en su bíblico discurso a propósito de la fracasada excomunión de De Vido: “el pueblo ha votado contra sus intereses votando a ladrones”. En los últimos tiempos ha cobrado importancia la idea de que el pueblo puede votar “contra sus intereses”. Se escuchó mucho esta expresión de disgusto durante el período anterior y luego de la elección desfavorable para el kirchnerismo en 2015. Se trataba del enigma por el cual en gran sector popular, calificado por alguna mansa sociología como de “baja clase media” o “vidas vulnerables”, votó por empresarios de las altas escalas del poder financiero. Esta discordancia conceptual –alguien hace algo políticamente que contraría su condición social–, sin embargo, es propia de lo político. No hay relación de antemano entre la situación social y las creencias políticas. Sin ese desacuerdo no existe lo político, que siempre es un desajuste entre lo que realmente somos y lo que efectivamente hacemos. 
En verdad, siempre existe lo que un sector podría aceptar como supuestos intereses predeterminados y lo que luego  realmente se hace con ellos. De allí que la política consista también en rehacer continuamente la noción de pueblo, esto es, la máxima cercanía entre las condiciones de existencia y los recursos más emancipados del pensar. En tal sentido, el “pueblo” piensa tanto la carencia como la abundancia del mismo modo, construyendo en este acto reflexivo, su propia entidad como conjunto activo y crítico.
La dificultad consiste en que el “interés” es siempre una interferencia de la virtualidad de lo subjetivo en la aparente realidad de lo objetivo. Pero nunca sabemos de qué modo se convierte en desproporcional lo subjetivo respecto a lo objetivo. Se vive, se piensa, se educa, se cura, se goza o nos entristecemos, porque nunca una subjetividad colectiva funciona en compatibilidad estricta con la objetividad que presumimos como motor de la historia. El arquetipo de esta situación general, son desde hace mucho tiempo los medios de  comunicación, que objetivamente son una forma del capitalismo embutida en los símbolos (el tiempo, el espacio, la vida misma, nuestra propia idea del sí-mismo) y subjetivamente son antenas de una estructura de usos del lenguaje según deseos ambiguos y genéricos, muchas veces sostenidos en lo que creemos que es nuestro derecho a la indiferencia, pero también a tener sentimientos prejuiciosos o tiránicos. 
Los “medios” borran de inmediato la diferenciación social, la crítica de la existencia, y se presentan tan solo como un eterno presente de denuncia y lágrimas. “De corazón…de corazón.” Así concluyó su discurso en el Parlamento Elisa Carrió, aludiendo a que su catilinaria solo brotaba de un sentimiento vibrante y eterno, de una autenticidad visceral. Ahora, ¿qué son las verdades del corazón?¿No es que se invocan recién ahora, cuando hay un pueblo disperso y desconcertado? Es aquí, cuando se desmigaja una sociedad, que el corazón regala su arte sensible al servicio de una teatralidad despótica.
Carrió encarna el fin de la justicia constitucional y de un orden jurídico viable en la Argentina. La Nación, como racimo de múltiples determinaciones, con este singular personaje político, siempre está ante un abismo o ante la inminencia de  su disolución. Y también, interpretada por Carrió, la justicia es ya, sin atenuantes, una predestinación que expresa algún médium, a la manera de una estrella que guía a la elegida para la redención popular. Ni en las tradiciones “populistas” más acentuadas, alguien esgrimió ser  un “elegido”. La frase “el hombre del destino”, atribuida a Perón o dicha efectivamente por él, estaba cargada de ironía y  escepticismo. No hay en cambio ninguna incertidumbre en las acciones flamígeras de Carrió. Vaticina desastres mirando ansiosa o pícaramente hacia los costados; deja correr un sentido del absurdo cuando promete vindicta; vive esgrimiendo su “oscuro día de justicia”. Sus intuiciones escénicas le permiten convertir las tensas pero tortuosas sesiones parlamentarias en una suerte de misal umbandista, dicho esto con respeto hacia los orixás. En nombre de la ley de corazón, que es lo más complejo que hay, presenta la aparente simplicidad de una virtud que en ella se convierte en una sentencia que aterroriza y enloda. Su misa es sacrificial. Sus intuiciones demiúrgicas valen más que todos los dictámenes de la justicia, aun los más desastrados, y son la suma energética de todos los programas mediáticos destinados a la disolución del pensamiento emancipado. 
O ella anexa al macrismo o el macrismo, dificultosamente la anexa a ella. Pero en este juego de confiscaciones mutuas, hace marcar el paso de una escisión en marcha en la sociedad argentina, una tajante división humanamente demoledora entre “puros” y “corruptos”. Así alza su guillotina ambulante en los medios de comunicación y en sus meros complementes institucionales, ante jueces, fiscales o parlamentarios. Por primera vez en la historia nacional, alguien esgrime el venerable concepto de república para hacerlo sanguinario y generar un aparato de vigilancia irracional que todos los días envía al matadero a los que considera despojados de virtud. ¿Y qué es la virtud? Lo que dicta su conciencia unívoca, edificada bajo la forma de un cadalso.
La exclamación profética de Carrió sobre aquellos que votan ladrones siendo honestos, es simétricamente opuesta y complementario de los tantos que se han sorprendido por el hecho de que, en muchas franjas populares desfavorecidas, se votara al empresario Macri. Para sostener este asombro habría que pensar que estaríamos aún en los primeros tiempos de la llamada “Revolución Industrial”, donde la clase  trabajadora exhibía una cándida homogeneidad. Ya no es así. Es insostenible la relación entre clase trabajadora y un bloque histórico de intereses expresados análogamente. Cunde una dispersión social en relación a ideales del yo, cosa salida de casilleros graduados por la subrepticia ramificación del gusto, de las pasiones débiles, pobres o tristes. Son las ilusiones basadas en una forja de individualidades autónomas con su intimidad abierta en flor (el “vos” de las publicidades políticas y comerciales), ficciones que son lo más parecido posible a un catálogo de pátinas que la pinturería de la esquina nos propone para colorear paredes. 
¿Podemos elegirnos sobre lo ya elegido para nosotros? La idea de Carrió consiste en que es una elegida, destinada a redimir y castigar, a trazar el horizonte dentro del cual entran los seleccionados o se expulsa a los réprobos. ¿Quién nos elige para tal o cual destino, como seres pasivos que seríamos? Nosotros no elegimos; nos elige una Elegida; nadie más que alguien con un alma excepcional podría elegirnos, y dirigir nuestra pasividad fatal hacia la complicidad con los ríos turbios de la Corrupción o con lo que nos corresponde como sumisos sujetos capturados por una Cruzada, carne de cañón para la ordalía medieval. ¿Quién juzga finalmente? La crisis mundial de la facultad de juzgar le va quitando razón y vitalidad al ideal de emancipación del trabajo y de la ciudadanía. Una forma de escapar de esta encrucijada, es evitar la política en espejo. Reformular la significación y estructura real de los problemas, para escapar de acusar al otro de lo que lo acusan a uno, o de ponernos la mantilla del asombro porque la vida popular se “equivoca” o porque los “honestos” también se equivocan. Hay que trabajar sobre las verdaderas diferencias, no sobre una mismidad invertida. La reconstrucción del ideal popular con nuevas nociones de interés colectivo son imprescindibles para huir de la figura de la santidad predestinada (de astutos políticos, moralistas de última hora) o del relato individual de los menoscabados, que recobrarán el sentido de sus vidas en el interior de un conjunto de movimientos de la conciencia pública. La que retorne al concepto viviente y genérico de su propia soberanía.
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