9 de julio de 2016

La cuestión de la empatía

› Por Sandra Russo
La televisión, en su aplastante generalidad, no muestra las protestas por el tarifazo. Ya no les queda más remedio que tocar el tema, que en esas pantallas parece salido de un repollo, porque sus audiencias no tuvieron acceso a la progresión de esas protestas, ya que estuvieron siendo distraídas por las variopintas denuncias plagadas de mentiras o con las espectacularidades que les regala la ministra Bullrich desde el verano. Tengo la impresión de que Bullrich sigue en su cargo no porque haya menos delitos, todo lo contrario, sino porque es en realidad ministra del Espectáculo Televisivo.
En las poquísimas coberturas en las que la televisión les cedió la palabra a los ciudadanos, no sólo irrumpió con una fuerza enorme el desconsuelo y la furia colectivas por medidas delirantes que aspiran, por ejemplo, a que millones de personas dejen de comer para pagar servicios, sino el estado de vulnerabilidad emocional en el que se encuentra nuestra población. Muchos confesaban estar empastillados, vivir a ansiolíticos, tener brotes de alergia nerviosa, palpitaciones, ataques de asma, accesos de llanto. Es gente que experimenta cotidianamente el choque contra el bloque de cemento que es Cambiemos, así como chocaron contra algo así los trabajadores de Tiempo Argentino, brutalmente atacados, cuando Macri los puso al mismo nivel de “usurpadores” que a ese grupo irregular de patoteros a los que protegió la policía. Un Macri por primera vez ido, a su vez, como De la Rúa, al declarar luego en mal inglés que estaba “orgulloso” de que el pueblo hubiera “entendido” las “duras medidas” del ajuste: sobre el corralito, De la Rúa supo decir que “la gente lo había recibido bien”.
¿Qué es eso que siente y que expresa ese tipo de funcionarios completamente blindados frente al dolor del otro? ¿En qué lugar de sus propias subjetividades esos funcionarios se apoyan para provocar sufrimiento y aislarse en su propia indiferencia?
En mi último libro, Lo Femenino, hay un par de páginas en las que hablo del Papa. Son sorprendentes los senderos que abren las asociaciones, porque esas páginas forman parte del segundo ensayo del libro, Alternativa Bonobo, en el que desarrollo las diferencias entre los chimpancés y los bonobos, ambos primates con los que la especie humana comparte el 98 por ciento de su ADN. En ese trabajo, entre otras, profundizo algunas ideas que plantea el primatólogo holandés Franz de Waal en su libro El Bonobo y los diez mandamientos.
Como otros primatólogos, De Waal ha avanzado desde su largo camino de observación de la conducta prosocial animal, hacia zonas cercanas a la filosofía y a la ética. Entre otras cosas, los bonobos no conocen los asesinatos, las violaciones, los infanticidios, y evitan el derramamiento de sangre. El sexo por un lado, y su alto nivel de empatía, por otro, son sus reguladores de las tensiones colectivas. Desde que fueron descubiertos y estudiados, recién hace un siglo, los bonobos fascinaron a sus observadores. Les dicen “los monos hippies” o “los monos de izquierda”. Un primatólogo de Harvard, Richard Wrangham, escribió que la historia de esa especie “es una narración de demonismo derrotado”.
Los chimpancés también son capaces de sentir empatía, es decir, de ponerse en el lugar del otro. Pero los bonobos hacen de la empatía el eje de su vida en común. Cuando un macho de rango superior o una hembra con influencia intervienen para terminar una pelea, siempre se ponen del lado del más débil. Cuidan a sus ancianos enfermos. Los asisten. Preservan su territorio, pero suelen evitar las guerras a través de negociaciones que pueden terminar en grandes festejos.
En su libro, De Waal afirma: “Aprecio a los bonobos precisamente porque su contraste con los chimpancés enriquece nuestra visión de la evolución humana. Nos muestran que nuestro linaje no viene marcado sólo por la dominación masculina o la xenofobia, sino también por un anhelo de armonía y sensibilidad hacia los otros”. La pregunta central de De Waal es si no hay en nuestro ADN como especie no sólo esa predisposición a la competencia y a la inercia del grande que se come al chico, sino también, obturada, desviada, incluso derrotada, una necesidad imperiosa de solidaridad, un impulso biológico que nos empuja hacia los otros, a ponernos en su lugar y a hacer lo que esté a nuestro alcance para evitarle sufrimiento.
Esas ideas sobre la empatía animal se abrieron paso aceleradamente después del estudio de los bonobos. Faltaban herramientas. La ciencia había quedado un poco atascada en las definiciones que en el siglo XIX habían sellado algunos divulgadores de Darwin. Uno de ellos, el biólogo Michael Ghiselin, había dejado constancia de su propia interpretación de la selección natural de las especies, en una frase tajante: “Rásquese la espalda de un altruista y se verá brotar la sangre de un hipócrita”. Apuntalaba así la “teoría de la fachada”: cualquier gesto de empatía hacia los otros era demagogia o cinismo.
Este verano, mientras estaba escribiendo mi libro, Francisco visitó Cuba y allí dijo algo que los diarios malversaron en títulos como “El Papa habló contra las ideologías”. No habló de eso. Lo que dijo fue que “el servicio (a los otros) debe hacerse más allá de las ideologías, porque no se sirve a las ideas, se sirve a las personas”. Estaba hablando de algo que está más allá de las ideologías, y yo entendí que estaba hablando más allá también de las religiones. Y en ese punto lo vinculé con las preguntas de De Waal. Una de esas preguntas, vinculada a la religión y a sus mandamientos, es: ¿Y si la ética hacia el otro no nos viniera de arriba sino de adentro?
Esto que nos cuentan como “inevitable”, lo que le festejó esta semana Merkel a Macri, la inercia dominante de borrar al otro, el afán neoliberal de suprimirlo –incluso de la propia conciencia–, nace de lo profundo de quienes son capaces de blindarse frente al dolor de los demás. Lo que llaman “austeridad” es, además de la receta de una torta que nunca sale bien, una construcción argumental basada en una total falta de empatía. El neoliberalismo no concibe ningún intento cooperativo, en el amplio sentido de la palabra, ni reconoce como motivación legítima la necesidad de dignificar la vida humana. Entiende eso como la teoría de la fachada, la que viene de Darwin: el neoliberalismo se excusa pretendiendo que los que luchan contra la injusticia lo hacen por oscuros botines e intereses personales.
Es éste un mundo esquemáticamente chimpancé en el que la vida tiene escaso valor, en el que se ataca a las mujeres y a los débiles sin la menor conmiseración. Este mundo y esa lógica son un derivado de la noción patriarcal de la propiedad privada y un resabio de la supremacía del macho alfa. ¿Es así la humanidad? No. Es así el orden mundial que impera, regido por el rictus tanático de la indiferencia. Pero ese impulso, que ha aplastado de diversas maneras a pueblos enteros bajo distintas ideologías a lo largo de la historia, siempre fue resistido por quienes no solamente no soportan el destino que algunas elites determinan para ellos, sino por otros a los que la conciencia del sufrimiento ajeno les resulta insoportable.
En ese primer impulso hacia el otro, del que habló el Papa en Cuba y De Waal en su libro, en esa alquimia de identificación o de rechazo, anida lo que mucho más tarde se convertirá en ideología o creencia. Es algo más primario, más básico que una idea: es una actitud física, espiritual pero eminentemente física, porque hace contacto con el cuerpo del otro, y porque el semejante no es una abstracción sino una encarnación.
El mundo está descontrolado, y este país ni hablar. Estamos experimentando la suma del poder en manos de personas que en su faz más primaria han aprendido a prescindir, a despreciar, a vulnerar a los otros, a convertirlos en planillas o en porcentajes. Es tan profundo el pozo de dolor que se abre bajo nuestros pies, que lo que chilla en nuestros interiores también es prepolítico: probablemente la indignación nos viene de una necesidad tan ancestral y profunda como la de la dominación, pero que es su reverso. Es un aspecto replegado pero vivo de lo que somos, de cómo somos, de lo que creemos que es justo, de lo que necesitamos reparar para dormir tranquilos.
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