El robo Por MARÍA DANIELA YACCAR El robo. Así le decía mi amiga a un episodio que fue mucho más que eso. Ocurrió pasadas las cuatro de la tarde, un día de enero, en una esquina muy transitada de nuestro barrio. En plena avenida. A plena luz. Un tipo se le acercó y la hizo caminar hasta un tren abandonado, donde abusó de ella. El robo: siempre creí que esta palabra era un eufemismo por no poder nombrar lo real. “Todavía le digo así. No es ingenuo: fue un robo. No importa de qué. De algo mío: mi infancia, mi juventud”, me explica ahora. -Quiero que cuentes mi historia- me pide, cinco años después. Está convencida de que su relato puede servir para algo. No únicamente a mujeres que hayan experimentado una situación similar, sino también a quienes no la vivimos. Y no únicamente por “el robo” en sí, sino también por todo lo que vino después. -La violencia del sistema -define-. No me dejaban sanar. Durante algunos meses, su voz y su historia permanecieron en mi grabador, sin que pudiera volver a escucharlas y menos tratar de escribir al respecto. Es uno de esos momentos en que siento el límite del lenguaje. No estaría escribiendo esto si mi amiga no me lo hubiera pedido. Yo no viví algo así. En esta sociedad, una mujer que no vive algo así se siente un poco afortunada. Creer que una tiene suerte por no haber sido golpeada, abusada o violada es realmente un absurdo. Pero así se siente. Mi amiga no volvió a ser la misma después del abuso. Yo tampoco. También siento que me robaron algo. Será porque ella es una parte de mí. Una nunca piensa que esas cosas le van a pasar. Pero, ¿por qué? ¿Otras personas merecen eso y una no? Nunca sentí humillación o vergüenza. Obviamente fue muy difícil para mí durante mucho tiempo. Durante un año y dos meses tuve pánico de salir a la calle. Tenía miedo en los huesos. Dolor de huesos cuando tenía que caminar sola. Se me acalambraba el cuerpo. Cuando enciendo el grabador una noche en la casa de mi amiga, me doy cuenta de que prácticamente no sé nada de esta historia. De que nunca conversamos sobre esto en profundidad. En la cotidianidad, a veces, evadimos lo más áspero. Supongo que para seguir adelante. Su testimonio no es cronológico. Pronto entiendo la razón: no sólo fue para ella un shock vivir lo que vivió. Terminar, después de caminar varias cuadras bajo amenaza, en un vagón abandonado con un desconocido que le decía que tenía un arma y le juraba que no iba a violarla, mientras abusaba de ella. Fue tétrico, también, buscar protección en figuras e instituciones que no sólo no se la dieron, sino que actuaron con más violencia. Comisarios y psicólogos, y hasta el dibujante del identikit. La violencia del sistema. Pensamos juntas. Reconfirmamos lo que ya sabemos: la mujer golpeada, la mujer abusada, la mujer violada padecen no una, sino varias violencias. Mi amiga llegó a la comisaría con ganas de vomitar y de tomar agua y no le permitieron ninguna de las dos cosas. La obligaron a declarar con náuseas. La forzaron a inventar datos. Me hicieron entrar a declarar sola. No me dejaron entrar con mis viejos. Me hacían preguntas de cosas que no recordaba. El color de la remera del tipo, por ejemplo. ‘¿Pongo verde, te parece? Algo tengo que poner’, me decían. Querían llenar casilleros. Me obligaron a rellenar datos que no sabía. Así que la denuncia fue cualquier cosa. Inservible e inútil. Pedía permiso para vomitar y no me dejaban. Llorando y después de hacerse un hisopado, se dirigió al Hospital Evita. Le dieron una inyección, dice que por prevención. Estuvo, claro, varios meses haciéndose exámenes médicos. Tuvo suerte. No se contagió nada. Tengo el recuerdo de sentir un doble dolor. Al dolor de mi alma se sumaba el dolor de cuerpo. En el Evita me dieron una inyección en la pierna. No podía moverla. Mi papá tuvo que hacerme upa. Yo lloraba y gritaba. De a ratos me calmaba. Pasaron unos días y fue a una comisaría de la mujer. A sus padres les habían recomendado un psicólogo que trabajaba ahí. No resultó un alivio. Todo lo contrario. El terapeuta le sugirió que no le contara lo ocurrido a su pareja, porque cuando pelearan él se lo iba a echar en cara. “Hacé de cuenta que lo hiciste con un chico en un boliche y que no lo vas a volver a ver”: esta ridiculez le dijo. Me destruyó. Lo quería minimizar. Mi sensación era de haber cagado a mi novio, así que durante un tiempo le pedí perdón. El psicólogo reforzó la idea de que había sido mi culpa. Los psicólogos me cagaron la cabeza. Desde aquél momento, desde 2011, hace terapia. Con otros profesionales a los que recurrió no tuvo mejor suerte. Una de las psicólogas le dijo que el abusador se había enamorado de ella… Por otro lado, el hombre que a los dos meses del hecho elaboró el identikit no le pegó a una sola facción del abusador. No obstante, la obligó a ponerle una buena puntuación a la ilustración. Supuestamente, era para que “a otras chicas no les pasara lo mismo”. De nuevo, la sensación de que nada servía. La violencia en espiral. Miedo en los huesos. Pánico. Y la culpa. Varias veces menciona este sentimiento. Culpa por no haber escapado. Leo algunas notas de distintos medios de comunicación: dan recomendaciones a las mujeres para evitar abusos callejeros. Quieren responsabilizarnos por ser violadas y golpeadas y abusadas y prendidas fuego. Diecinueve años tenía cuando esto le pasó. Sintió culpa. Alimentada por psicólogos y un interlocutor idiota que le dijo que lo que le había pasado equivalía a que le robaran el teléfono. Ella es como una hermana menor para mí. Entre nosotras yo ocupo el rol de la protección. Esta vez no sirvió. Esta vez no pude cuidarla de que algo malo le pasara. Tan conectadas estamos que, cuando el abusador le preguntó su nombre, no sabe por qué, le salió el mío. Cuando pasó lo que pasó, empezó a darme miedo mi barrio. Sentía que al atravesar la puerta de casa ya no estaba segura. Aunque esto sucedió de día, me empezó a dar pánico la noche. Dejé de salir sola de noche. Varias veces en la oscuridad se detuvieron autos al lado mío y alguien me dijo cosas. Recibí desde susurros hasta gritos. Después de lo que le pasó a mi amiga, situaciones como ésa hacen que me tiemblen las piernas. El espacio público no es de las mujeres Culpa sintió -ya no, aclara- porque el hombre la sorprendió en una esquina y la hizo caminar varias cuadras, diciéndole que tenía un arma y que solamente iba a robarle. Ella pensó que, efectivamente, nada más iba a robarle. Varias veces se le ocurrió que en ese tramo de caminata hasta el vagón podría haber escapado. ¿De qué sirve pensar en lo que podría haber sido? Cerca de la estación de Escalada, en un descampado, el tipo corrió una rama, atravesó un alambrado que tenía un agujero y la llevó hasta el vagón abandonado. Tenía, al parecer, el lugar muy estudiado. Ella sólo pensaba en sus padres y su novio. De hecho, en la caminata les había mandado mensajes, mintiéndoles, para que no se preocuparan. Les había dicho que el tren en el que estaba volviendo de trabajar se había quedado detenido en una estación. Creo que el abusador también es una víctima. Lo que pasa es que me dio la sensación de que tenía algún tipo de retraso. No lo puedo identificar con un retraso que yo conociera. Cuando digo esto siempre tengo que hacer mil aclaraciones. No tengo ganas de asesinarlo ni bronca. Eso sí: no puedo soportar la idea de que mi hermana camine por la misma calle por donde está este chabón caminando. Me gustaría que lo agarren. No por mi enojo o venganza. No quiero que vuelva a hacerle esto a ninguna otra mujer. Pese a que hizo la denuncia no tuvo noticias de que lo hayan encontrado. En el vagón apareció un cartel con la leyenda “Ni una Menos”. Esperá media hora después de que me veas tomar el colectivo- le pidió él. Por supuesto, ella no llegó a esperar ni cinco minutos. Pidió ayuda a dos chicos que andaban por ahí e inmediatamente llamó a sus viejos para que fueran a buscarla. No le creyeron: pensaban que la habían secuestrado. No querían creer. Nadie quería creerlo. En su casa se juntó esa tarde su familia completa. Parecía un funeral. Todos lloraban. Estaban mis abuelos, mis tíos, mi novio y mi hermana, todos llorando. Era una pesadilla. Toda mi familia en mi casa llorando. Yo también. Mi abuela estaba descompuesta en el sillón. Era como si se hubiera muerto alguien. Creo que sí, que murió alguien. Un yo. Siento que esto cambió mi percepción de las personas. Hasta entonces creía que el ser humano era una cosa hermosa. Ahora no. Siento que eso es lo más feo que perdí. Que ése es mi yo que murió.

El robo

Por MARÍA DANIELA YACCAR El robo. Así le decía mi amiga a un episodio que fue mucho más que eso. Ocurrió pasadas las cuatro de la tarde, un día de enero, en una esquina muy transitada de nuestro barrio. En plena avenida. A plena luz. Un tipo se le acercó y la hizo caminar hasta un tren abandonado, donde abusó de ella.
El robo: siempre creí que esta palabra era un eufemismo por no poder nombrar lo real. “Todavía le digo así. No es ingenuo: fue un robo. No importa de qué. De algo mío: mi infancia, mi juventud”, me explica ahora.
-Quiero que cuentes mi historia- me pide, cinco años después.
Está convencida de que su relato puede servir para algo. No únicamente a mujeres que hayan experimentado una situación similar, sino también a quienes no la vivimos. Y no únicamente por “el robo” en sí, sino también por todo lo que vino después.
-La violencia del sistema -define-. No me dejaban sanar.
Durante algunos meses, su voz y su historia permanecieron en mi grabador, sin que pudiera volver a escucharlas y menos tratar de escribir al respecto. Es uno de esos momentos en que siento el límite del lenguaje. No estaría escribiendo esto si mi amiga no me lo hubiera pedido.
Yo no viví algo así. En esta sociedad, una mujer que no vive algo así se siente un poco afortunada. Creer que una tiene suerte por no haber sido golpeada, abusada o violada es realmente un absurdo. Pero así se siente.
Mi amiga no volvió a ser la misma después del abuso. Yo tampoco. También siento que me robaron algo. Será porque ella es una parte de mí.
Una nunca piensa que esas cosas le van a pasar. Pero, ¿por qué? ¿Otras personas merecen eso y una no? Nunca sentí humillación o vergüenza. Obviamente fue muy difícil para mí durante mucho tiempo. Durante un año y dos meses tuve pánico de salir a la calle. Tenía miedo en los huesos. Dolor de huesos cuando tenía que caminar sola. Se me acalambraba el cuerpo.
Cuando enciendo el grabador una noche en la casa de mi amiga, me doy cuenta de que prácticamente no sé nada de esta historia. De que nunca conversamos sobre esto en profundidad. En la cotidianidad, a veces, evadimos lo más áspero. Supongo que para seguir adelante.
Su testimonio no es cronológico. Pronto entiendo la razón: no sólo fue para ella un shock vivir lo que vivió. Terminar, después de caminar varias cuadras bajo amenaza, en un vagón abandonado con un desconocido que le decía que tenía un arma y le juraba que no iba a violarla, mientras abusaba de ella.
Fue tétrico, también, buscar protección en figuras e instituciones que no sólo no se la dieron, sino que actuaron con más violencia. Comisarios y psicólogos, y hasta el dibujante del identikit.
La violencia del sistema.
Pensamos juntas. Reconfirmamos lo que ya sabemos: la mujer golpeada, la mujer abusada, la mujer violada padecen no una, sino varias violencias.
Mi amiga llegó a la comisaría con ganas de vomitar y de tomar agua y no le permitieron ninguna de las dos cosas. La obligaron a declarar con náuseas. La forzaron a inventar datos.
Me hicieron entrar a declarar sola. No me dejaron entrar con mis viejos. Me hacían preguntas de cosas que no recordaba. El color de la remera del tipo, por ejemplo. ‘¿Pongo verde, te parece? Algo tengo que poner’, me decían. Querían llenar casilleros. Me obligaron a rellenar datos que no sabía. Así que la denuncia fue cualquier cosa. Inservible e inútil. Pedía permiso para vomitar y no me dejaban.
Llorando y después de hacerse un hisopado, se dirigió al Hospital Evita. Le dieron una inyección, dice que por prevención. Estuvo, claro, varios meses haciéndose exámenes médicos. Tuvo suerte. No se contagió nada.
Tengo el recuerdo de sentir un doble dolor. Al dolor de mi alma se sumaba el dolor de cuerpo. En el Evita me dieron una inyección en la pierna. No podía moverla. Mi papá tuvo que hacerme upa. Yo lloraba y gritaba. De a ratos me calmaba.
Pasaron unos días y fue a una comisaría de la mujer. A sus padres les habían recomendado un psicólogo que trabajaba ahí. No resultó un alivio. Todo lo contrario. El terapeuta le sugirió que no le contara lo ocurrido a su pareja, porque cuando pelearan él se lo iba a echar en cara. “Hacé de cuenta que lo hiciste con un chico en un boliche y que no lo vas a volver a ver”: esta ridiculez le dijo.
Me destruyó. Lo quería minimizar. Mi sensación era de haber cagado a mi novio, así que durante un tiempo le pedí perdón. El psicólogo reforzó la idea de que había sido mi culpa. Los psicólogos me cagaron la cabeza.
Desde aquél momento, desde 2011, hace terapia. Con otros profesionales a los que recurrió no tuvo mejor suerte. Una de las psicólogas le dijo que el abusador se había enamorado de ella…
Por otro lado, el hombre que a los dos meses del hecho elaboró el identikit no le pegó a una sola facción del abusador. No obstante, la obligó a ponerle una buena puntuación a la ilustración. Supuestamente, era para que “a otras chicas no les pasara lo mismo”.
De nuevo, la sensación de que nada servía.
La violencia en espiral.
Miedo en los huesos.
Pánico.
Y la culpa. Varias veces menciona este sentimiento.
Culpa por no haber escapado.
Leo algunas notas de distintos medios de comunicación: dan recomendaciones a las mujeres para evitar abusos callejeros. Quieren responsabilizarnos por ser violadas y golpeadas y abusadas y prendidas fuego.
Diecinueve años tenía cuando esto le pasó. Sintió culpa. Alimentada por psicólogos y un interlocutor idiota que le dijo que lo que le había pasado equivalía a que le robaran el teléfono.

Ella es como una hermana menor para mí. Entre nosotras yo ocupo el rol de la protección. Esta vez no sirvió. Esta vez no pude cuidarla de que algo malo le pasara. Tan conectadas estamos que, cuando el abusador le preguntó su nombre, no sabe por qué, le salió el mío.
Cuando pasó lo que pasó, empezó a darme miedo mi barrio. Sentía que al atravesar la puerta de casa ya no estaba segura. Aunque esto sucedió de día, me empezó a dar pánico la noche. Dejé de salir sola de noche. Varias veces en la oscuridad se detuvieron autos al lado mío y alguien me dijo cosas. Recibí desde susurros hasta gritos. Después de lo que le pasó a mi amiga, situaciones como ésa hacen que me tiemblen las piernas.

El espacio público no es de las mujeres

Culpa sintió -ya no, aclara- porque el hombre la sorprendió en una esquina y la hizo caminar varias cuadras, diciéndole que tenía un arma y que solamente iba a robarle. Ella pensó que, efectivamente, nada más iba a robarle. Varias veces se le ocurrió que en ese tramo de caminata hasta el vagón podría haber escapado.
¿De qué sirve pensar en lo que podría haber sido?
Cerca de la estación de Escalada, en un descampado, el tipo corrió una rama, atravesó un alambrado que tenía un agujero y la llevó hasta el vagón abandonado. Tenía, al parecer, el lugar muy estudiado. Ella sólo pensaba en sus padres y su novio. De hecho, en la caminata les había mandado mensajes, mintiéndoles, para que no se preocuparan. Les había dicho que el tren en el que estaba volviendo de trabajar se había quedado detenido en una estación.
Creo que el abusador también es una víctima. Lo que pasa es que me dio la sensación de que tenía algún tipo de retraso. No lo puedo identificar con un retraso que yo conociera. Cuando digo esto siempre tengo que hacer mil aclaraciones. No tengo ganas de asesinarlo ni bronca. Eso sí: no puedo soportar la idea de que mi hermana camine por la misma calle por donde está este chabón caminando. Me gustaría que lo agarren. No por mi enojo o venganza. No quiero que vuelva a hacerle esto a ninguna otra mujer.
Pese a que hizo la denuncia no tuvo noticias de que lo hayan encontrado. En el vagón apareció un cartel con la leyenda “Ni una Menos”.
Esperá media hora después de que me veas tomar el colectivo- le pidió él.
Por supuesto, ella no llegó a esperar ni cinco minutos. Pidió ayuda a dos chicos que andaban por ahí e inmediatamente llamó a sus viejos para que fueran a buscarla. No le creyeron: pensaban que la habían secuestrado. No querían creer.
Nadie quería creerlo. En su casa se juntó esa tarde su familia completa. Parecía un funeral. Todos lloraban.
Estaban mis abuelos, mis tíos, mi novio y mi hermana, todos llorando. Era una pesadilla. Toda mi familia en mi casa llorando. Yo también. Mi abuela estaba descompuesta en el sillón. Era como si se hubiera muerto alguien. Creo que sí, que murió alguien. Un yo. Siento que esto cambió mi percepción de las personas. Hasta entonces creía que el ser humano era una cosa hermosa. Ahora no. Siento que eso es lo más feo que perdí. Que ése es mi yo que murió.