Del arraigo al desamparo: cómo Javier Milei desmanteló la agricultura familiar en Argentina
A diez años de la Ley de Agricultura Familiar, el gobierno de Javier Milei convirtió al campo en un terreno de despojo y desigualdad, destruyendo políticas públicas esenciales para campesinos e indígenas.
El 17 de diciembre marcó un doble aniversario en el ámbito agrario: una década de la Ley de Agricultura Familiar y el primer año de gobierno de Javier Milei. Pero lo que podría haber sido un hito de reivindicación y avance se convirtió en una jornada de protesta. Una veintena de organizaciones rurales y campesinas se movilizaron al Congreso para denunciar el desmantelamiento de las políticas públicas destinadas a la agricultura familiar.
La Ley 27.118, aprobada en 2014, nació como una herramienta para garantizar el arraigo en el campo, el acceso a la tierra y la soberanía alimentaria de miles de productores. Sin embargo, bajo la administración de Milei, todo ese marco se desmoronó. Las organizaciones, agrupadas en el Consejo de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena, denunciaron despidos masivos, cierre de oficinas y la eliminación de programas fundamentales.
Una política de tierra arrasada
El desmantelamiento comenzó con el anuncio del cierre del Instituto Nacional de Agricultura Familiar Campesina e Indígena (Inafci) a manos del vocero presidencial Manuel Adorni. La decisión, justificada como una medida de austeridad, implicó el despido masivo de 900 técnicos que brindaban asistencia directa a 250 mil productores rurales, mayormente pequeños agricultores que dependen de este apoyo para subsistir. Pero el impacto de esta decisión no fue solo económico: profundizó el desarraigo de miles de familias que, al perder respaldo técnico y acceso a políticas públicas, se vieron obligadas a abandonar el campo, migrando hacia ciudades ya saturadas de desigualdad y desempleo.
La llegada de Inés Liendo, abogada del PRO y figura conocida por su cercanía con los grandes grupos económicos, no fue un giro, sino un acelerador de esta política de vaciamiento. Liendo no solo ejecutó el cierre de oficinas esenciales, sino que también dejó en estado de abandono infraestructuras clave para el desarrollo rural, como centros de capacitación, depósitos y redes de distribución de insumos. Esta estrategia no solo afectó a los productores, sino que desarticuló comunidades enteras que dependían de estos servicios. En un giro que refleja la dinámica de prebendas en el gobierno, Liendo fue luego premiada con un puesto de alto salario en el INTA, un organismo que irónicamente debería estar dedicado al fortalecimiento del sector rural. Así, la política de austeridad demostró no ser más que un disfraz para consolidar un sistema de favores y beneficios destinados a unos pocos, mientras se condena al olvido a miles de familias rurales.
El resultado es una política que arrasa con las bases de la agricultura familiar, destruyendo no solo su capacidad productiva, sino también el entramado social y cultural que estas comunidades representan. La tierra queda abandonada, no porque falten manos dispuestas a trabajarla, sino porque el Estado se retira, dejando un vacío que solo beneficia a los grandes terratenientes y especuladores.
**La motosierra contra el arraigo**
El desfinanciamiento del programa Prohuerta y el desguace de Cambio Rural representaron un golpe letal para el sector. Estos programas, que promovían prácticas agrícolas sostenibles y garantizaban asistencia técnica, quedaron en el olvido. La eliminación de la Ley de Emergencia Territorial Indígena completó el panorama, dejando a comunidades enteras a merced de empresarios que no dudan en usar topadoras para desalojar a las familias campesinas.
El gobierno de Milei utilizó el flagelo inflacionario como excusa para justificar estas políticas. Sin embargo, el impacto real fue devastador: los precios de frutas y verduras aumentaron exponencialmente mientras los productores sufrían la falta de apoyo estatal. Este modelo no solo desprotege a los pequeños agricultores, sino que también afecta a los consumidores finales, quienes pagan precios desorbitantes en un mercado desregulado.
Kicillof: un contraste rotundo
En este contexto de abandono estatal impulsado por Javier Milei, surge inevitablemente el contraste con las políticas implementadas por Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires. Mientras Milei desmantela organismos clave como el Inafci, condenando a los pequeños productores al olvido, Kicillof ha adoptado un enfoque opuesto, priorizando el fortalecimiento de la agricultura familiar como un pilar estratégico para el desarrollo provincial y la soberanía alimentaria.
Entre las medidas más destacadas, el gobernador bonaerense ha impulsado programas de subsidios directos que permiten a los productores acceder a insumos esenciales, maquinaria y capacitación, garantizando condiciones mínimas para sostener y ampliar la producción. Además, se han establecido líneas de financiamiento específicas a través del Banco Provincia, destinadas a fomentar proyectos productivos en pequeñas y medianas explotaciones agropecuarias. Estas acciones se complementan con un robusto esquema de asistencia técnica que, lejos de ser un gasto superfluo, se traduce en mejoras concretas en la productividad y sostenibilidad de las actividades rurales.
El contraste no solo radica en los recursos asignados, sino también en la filosofía detrás de las políticas. Mientras que el modelo de Milei privilegia la concentración de tierras y recursos en manos de grandes jugadores del agro, despojando a los pequeños productores de toda posibilidad de competir, el enfoque de Kicillof busca fortalecer las raíces rurales y evitar el desarraigo. Las medidas del gobernador apuntan a sostener comunidades enteras, revitalizando economías locales y creando un círculo virtuoso que beneficia no solo a los productores, sino también a los mercados internos y a la seguridad alimentaria de los bonaerenses.
El caso emblemático de los mercados cooperativos y ferias de productos locales, impulsados por el gobierno provincial, refuerza esta apuesta por un modelo inclusivo y sustentable. Estos espacios no solo permiten a los pequeños agricultores acceder directamente a los consumidores, evitando intermediarios, sino que también consolidan una red de comercio justo que promueve precios accesibles y un reparto más equitativo de las ganancias.
Este contraste subraya, más allá de las ideologías, dos modelos de país en pugna: uno que apuesta por el abandono y la especulación financiera, y otro que prioriza el arraigo, la producción local y la soberanía alimentaria como ejes de desarrollo. Kicillof se presenta, así, no solo como un actor político, sino como un contrapunto claro a las políticas de despojo y vaciamiento promovidas desde el gobierno nacional.
La resistencia campesina
Pese al panorama desolador que deja el desmantelamiento de las políticas públicas para el sector rural, las organizaciones campesinas no están dispuestas a rendirse. Con una voluntad férrea, esta semana presentaron un pedido de informes al Congreso, exigiendo explicaciones claras sobre el destino de los programas que fueron eliminados. Este reclamo, que reúne a cientos de organizaciones de todo el país, busca visibilizar el abandono al que han sido sometidos miles de pequeños productores y reinstalar en la agenda pública la necesidad de proteger la agricultura familiar.
La resistencia no se limita al ámbito institucional. Paralelamente, las organizaciones han elaborado un Plan de Acción que busca reactivar las iniciativas eliminadas y propone nuevas estrategias para garantizar la sostenibilidad de las economías rurales. Entre los ejes principales del plan se encuentran la restitución de los programas de asistencia técnica, la creación de un fondo federal para el desarrollo rural y la implementación de políticas de acceso a la tierra, aspectos que consideran imprescindibles para combatir el desarraigo y la pobreza estructural en el campo.
“Este primer año de Milei fue una burla hacia la agricultura familiar, pero no vamos a rendirnos”, afirmó José Luis Castillo, referente de la Asamblea Campesina e Indígena del Norte Argentino. Sus palabras resumen el espíritu de una lucha que no se limita a resistir, sino que también apuesta a construir alternativas frente al modelo de exclusión impuesto desde el gobierno nacional.
Las movilizaciones campesinas han comenzado a ganar visibilidad en las calles y en las redes sociales, con manifestaciones que reúnen a familias rurales, productores independientes y movimientos sociales bajo consignas como “Sin campo no hay país” y “Soberanía alimentaria ya”. Estas protestas no solo denuncian el abandono estatal, sino que también cuestionan el modelo agroexportador concentrado que, bajo la gestión de Milei, profundiza las desigualdades y deja a miles de familias al margen del desarrollo.
La resistencia campesina, sin embargo, no es un fenómeno aislado. Cuenta con el respaldo de redes de consumidores, sindicatos y organizaciones urbanas que reconocen el impacto directo de la crisis rural en la seguridad alimentaria y la economía nacional. La articulación entre lo rural y lo urbano, que históricamente ha sido fragmentada, se presenta ahora como una oportunidad para consolidar una agenda común frente al modelo de concentración y especulación financiera que avanza desde la Casa Rosada.
Lejos de rendirse, los campesinos argentinos están demostrando que la organización y la lucha colectiva son herramientas poderosas para enfrentar políticas de despojo. Su resistencia se erige como un símbolo de esperanza y de la posibilidad de construir un modelo alternativo, más justo e inclusivo, donde la agricultura familiar vuelva a ocupar el lugar central que merece en el desarrollo del país.
EN ORSAI
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