15 de diciembre de 2025

 

Sincericidio oficial y patronal

El proyecto de reforma laboral es una síntesis demoledora

El texto, que incluye 191 artículos distribuidos en 71 páginas, es una novedad de museo que nos devuelve a un tiempo sin normas.

Eduardo Aliverti


El sincericidio de uno de los principales asesores del Gobierno, acerca de que el proyecto de reforma laboral no aportará nada hacia la creación de trabajo genuino, debería contarse entre los hechos más didácticos del año.

Julián de Diego no es “cualquier” abogado laboralista. Es, de largo tiempo a esta parte, una de las voces más caracterizadas del universo patronal. Un lobista de alto nivel. Cada vez que hay alguna polémica o instalación temática sobre disputas de trabajadores y empleadores, De Diego está en primera fila mediática a fines de defender y presionar por los intereses corporativos. Ahora, aunque no en soledad sino con el equipo de Techint y otros estudios jurídicos, fue uno de los redactores del borrador “reformista”.

De paso: ese término también quedó incorporado a las victorias semánticas del neoliberalismo, como en su momento lo fue la “flexibilización” que acaba de mudar a “modernización”. Excepciones aparte, ¿quién no tiene el impulso primario, instintivo, de adherir a que algo se reforme, flexibilice o modernice aun cuando consista en proyectos profundamente conservadores o, peor, de ideas que acentúan la desigualdad social?

La cuestión es que De Diego, en diálogo con Noelia Barral Grigera en Radio con Vos, afirmó creer en el crecimiento de una economía sustentable como única fórmula para generar empleo. Relativizó virtualmente por completo que vaya a haber nuevos puestos de trabajo cambiando la legislación laboral.

El asesor del Presidente certificó así la inutilidad práctica de lo que él mismo contribuyó a escribir como proyecto de ley si es, claro, por las intenciones de creación de trabajo que declama el Gobierno.

Ante la obvia e imprescindible repregunta de para qué, entonces, cree necesario modificar la legislación, se remitió en lo central a que hace falta “una bocanada de aire fresco” relacionada con las nuevas tecnologías.

La bocanada ésa radica en lo que ya se conocía antes de que Milei despachara el proyecto, apenas retornado del viaje presidencial más alucinante o alucinógeno de que se tenga memoria. Fue a Noruega y volvió casi de inmediato tras remitirse a entrar y salir del aeropuerto de Oslo, vestido con un mameluco, frustrada la entrega del Nobel a Corina Machado y sin agenda alternativa de encuentro alguno con personalidades mundiales… que ciertamente no viajaron.

Tras semejante escena de internacionalismo capusottiano sólo le restaba llegar a Buenos Aires y firmar enseguida el envío al Congreso de la reforma de marras, como último recurso para desviar el foco respecto de un papelón veraz pero inverosímil. De Ezeiza, sin sacarse el mameluco, fue directamente a Casa Rosada para rubricar el armatoste en compañía de Manuel Adorno.

Sigue siendo un interrogante o desafío analítico si todo berrinche presidencial, como el de viajar a Noruega pagado “con la nuestra” al exclusivo objeto de aplaudir lo que ni siquiera se plasmó, no tropieza al menos con algún asesor que prevenga sobre tamaños dislates. ¿O será que eso ya se toma como un paisaje pintoresco que hasta redunda simpático, o transgresor? Minucias. O no tanto.

Para gusto personal, la nota de Paula Marussich en Página/12 del viernes, es uno de los mejores compendios que pueden leerse en torno a un proyecto gubernamental de 71 páginas y 191 artículos capaces de, en efecto, retomar lo peor de lo peor de todas las versiones anteriores de reforma laboral.

Abordamos la síntesis de ese artículo con reiteraciones que para el público masivo no son tales, porque si lo fuesen estaríamos hablando de una información puntual hecha carne en las grandes mayorías. No es así, lamentablemente, y volveremos a ese aspecto sobre el cierre de estas líneas.

Quedan habilitadas jornadas laborales de hasta mitad del día, a través de los “bancos de horas”. La extensión de la jornada deja de constituirse en un costo para el empleador, porque diluye el pago por trabajo extraordinario. El patrón regulará tiempo de trabajo como mejor le plazca.

La base de cálculo indemnizatorio deja afuera las vacaciones y el aguinaldo.

Los empleadores pasan a contribuir con un 3 por ciento de la masa salarial a un Fondo Asistencia Laboral (FAL), pero a la par les reducen igual porcentaje en las contribuciones a la seguridad social. Uno de los cálculos es que la Anses perderá 2500 millones de dólares por año, que serán cubiertos con mayor reducción aún del gasto público. Ergo, el Estado deja de recibir recursos para el sistema previsional y los redirige a un fondo que cubrirá despidos privados.

Sería un reversionado de las AFJP del mileísmo, cómo no. Pero en verdad, cualquiera sea el modelo ejecutivo salvo que se ocasione su rechazo parlamentario, los jubilados y el sistema público financiarán el costo de las indemnizaciones porque los recursos previsionales fondearán los despidos.

Probable o seguramente, lo tragicómico destaca por mucha distancia en el rubro “Vacaciones”.

Se habilita que “las partes” acuerden dividirlas en tramos de al menos 7 días y se autoriza su asignación en cualquier momento del año. El descanso de verano se transforma en un beneficio excepcional, que sólo se podrá usar una vez cada tres años. Durante los dos períodos restantes, el empleador podrá mover las vacaciones a meses fuera de temporada. Cabe suponer que no hace falta ahondar acerca de cómo se alteraría la organización familiar y el calendario escolar, generando un descalabro ¿del que se tomaría nota sólo cuando suceda?

Por supuesto, el derecho a huelga resulta restringido hasta límites inéditos. Y los convenios colectivos marchan hacia la negociación por empresa entre el zorro y las gallinas. Como señala la laboralista Natalia Salvo en la nota de Marussich, estamos ante una novedad de museo que nos devuelve a un tiempo sin normas.

Un retroceso que, también en efecto, incluso nos ubica antes de la ley que sobrevino a las masacres de la Patagonia y de la Semana Trágica. Y todo esto, cuando en los países desarrollados se discute en torno a cómo reducir la jornada laboral para crear empleo.

Habrá quienes juzguen que esta pintura descriptiva es una exageración atemorizante sin bases de concreción, porque en una sociedad contestataria como la argentina, de minorías muy intensas, no habría probabilidades de que un proyecto de tal naturaleza atraviese fácilmente el Congreso y la calle (y la Justicia, inclusive).

De hecho, hasta logró despertar a la CGT con una convocatoria a movilizarse, en Plaza de Mayo, y de la que cabría apartar la imagen de sus dirigentes. No estaría siendo el mejor momento para anteponer contadas de costillas o exámenes de virginidad, y sí para juntar fuerzas.

Por las dudas: también se creía que un engendro del tipo que gobierna no tendría chances electorales. Y ahí lo tenemos de Presidente.

Sí es o parece, de vuelta, que las respuestas que hubiere no deben anquilosarse en el remanido denuncismo de la crueldad violeta.

Un primer diagnóstico sería que a las mayorías populares les resbala este proyecto de reforma laboral, posiblemente por dos hipótesis que concurren entre sí.

Una es que carecen de información. La otra, que sí saben o intuyen en buena medida de qué se trata pero, aun así, dan por consolidado lo que se “propone”. A efectos prácticos es más o menos lo mismo.

De ser por los trabajadores registrados, la ley regiría únicamente en adelante sin consecuencias retroactivas. Es una dudosa lectura constitucional. La política pasa por otro lado, que es el lado por el cual muchos o la mayoría de esos trabajadores votaron a Milei.

Y si es por quienes integran el alrededor de la mitad de la población económicamente activa que está en negro, en el monotributo, en los circuitos marginales, pongámonos en su lugar.

¿De qué sentirán que les hablan cuando se mencionan derechos laborales, jornadas de 12 horas siendo que ya trabajan 14 o más, reconocimientos vacacionales, cómputos de aguinaldo o despidos arbitrarios? ¿Por qué no tendría lógica que acuerden con blanquear lo que ya les ocurre, a ver si en una de ésas se accede por lo menos a un contrato precario?

¿Desde qué sitio de superioridad moral, o de conciencia ideológica, o de ejemplaridad individual, puede apuntarse con dedo acusador a quienes sienten que están hablándoles de un peligro ya concretado hace rato?

Allí, siempre cansándose de señalarlo, es donde entra qué clase de construcción política se requiere para superar la fase estrictamente resistencial.

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